Oscar Alberto Quipildor jamás soñó con ser un héroe. A los 27 años, sólo quería ser oficial de la Marina, pero sin tanto bronce ni medallas. Sin embargo, el destino dispuso que una avenida, una rotonda, una escuela, un salón del alto Comando de la Armada, un monumento en Santa Fe y otro en Usuahia, una calle y hasta una montaña de las Malvinas llevan su nombre. El cabo Quipildor es, tal vez, el combatiente caído más homenajeado y el único héroe nacido en Tafí Viejo.
“Mi hermano recibió cientos de tributos durante estos 35 años. Es uno de los héroes que yace en el fondo del mar del sur, atrapado entre los hierros del Belgrano. Y no puedo más que sentirme orgullosa de él”, dice Gladys Quipildor, la hermana menor de “Cacho”, como le decían los íntimos.
Claro que el orgullo sobrevino después de mucho dolor; como la resurrección después de la cruz. “Nos enteramos de su muerte a los 10 días del hundimiento del crucero. Sabíamos que Oscar había sido convocado para embarcar en el Belgrano. Él mismo nos contó que lo habían llamado para poner a punto el nuevo armamento con el que habían dotado al crucero. Pero no sabíamos si efectivamente había embarcado”, contó Graciela Quipidor, la otra hermana del cabo taficeño. En cambio, la que sí intuyó el terrible final del joven marino fue Emilia Castillo de Quipildor, la mamá de Oscar, que murió hace dos años. “Ella tenía un raro presentimiento. El 2 de mayo, apenas escuchó la noticia del hundimiento, nos dijo: ‘Cacho estaba ahí... Seguro se murió’. Y nosotras intentábamos minimizar lo que había sucedido. Pensábamos que a lo mejor podía estar herido, o no haber embarcado. Pero ella tenía razón. Siempre tuvo razón”, agregó Graciela.
La realidad fue mucho más dolorosa. “Habían pasado 10 días cuando llegaron a casa varios oficiales de la Armada. Vinieron con un médico y un psicólogo. Hablaron con mis padres y les dijeron que mi hermano estaba en el barco cuando se hundió. De hecho, años después, por el testimonio de un compañero de Oscar, nos enteramos de que él había embarcado desde Usuhaia cuando el crucero ya estaba en alta mar. Horas después de que subió al barco, sobrevino el bombardeo. Mi hermano estaba despierto porque lo habían llamado para que se presentara en la sala de máquinas, justo donde impactó el primer torpedo inglés. Fue uno de los primeros efectivos que murió”, contó Gladys.
Desde entonces, la vida de la familia Quipildor dio un giro dramático. “Ese día yo no estaba en casa; iba a clases en la Facultad de Artes, cuando tuve un presentimiento. No me sentí muy bien y decidí volver. Cuando llegué encontré a mi padre rígido, sentado el patio, y a mi madre llorando en la cocina. El médico que había venido con los oficiales le dio unas pastillas, pero ella nunca quiso tomar nada. Decía que quería llorarlo con todos los sentidos. Fue la escena más triste de mi vida”, dijo Graciela. Y agregó: “después se dijeron muchas cosas: que habían traído un féretro vacío para hacer la parodia del velatorio, que estaba enterrado en el sur o que había muerto por una bomba. Nada de eso ocurrió realmente. Todo fue pura fantasía. Lo cierto es que mi hermano todavía está en el mar y mi madre jamás tuvo una tumba para depositar flores”.
Militar de ley
Alto, morocho, de aspecto fuerte y carácter cordial, Oscar era un buen hijo, un amigo leal y un estudiante destacado. Había cursado el colegio secundario en el Instituto Agrotécnico de Tafí Viejo y desde muy chico quiso abrazar la carrera militar. “Al terminar el colegio, Cacho le dijo a mi papá que quería estudiar en la Escuela de Mecánica de la Armada. Después la ESMA se convirtió casi en una mala palabra. Pero en aquella época, era lo mejor en capacitación militar”, contó Graciela.
En 1974, a los 18 años, Oscar inició el derrotero que lo llevaría al sur. “Pidió que lo destinaran a Usuhaia y a la Antártida. Le encantaba estar en campaña y por eso integraba los grupos comando. Vivía haciendo cursos. Primero fue boina verde, luego roja y finalmente negra. Se capacitó en buceo y paracaidismo, fue entrenado para operaciones especiales y llegó a perfeccionarse en Estados Unidos, Italia, Francia y Alemania”, relató Gladys. Precisamente, dias antes de que lo convocaran al Belgrano, había regresado de Alemania. Había viajado a participar de la compra de misiles Exocet y capacitarse en el manejo de las armas con las que se iba a equipar el crucero ante la inminencia de la guerra. “La última vez que lo vimos fue horas antes de embarcar a Europa. Vino por tres días y nos advirtió que se venía una guerra. Nosotros, por supuesto, no le creímos”, recordó.
Los años siguientes fueron los más duros y difíciles. “Mi padre nunca se recuperó del todo. Quedó como catatónico, enfermo. Sobrevivió unos 15 años. Mi madre vivió siempre a la sombra de su recuerdo. Después llegaron los tributos. Ella siempre iba, hasta que los políticos comenzaron a desvirtuar la esencia de los homenajes. Debo reconocer que la Armada se portó impecablemente con nosotros. Siempre que organizaban un acto nos invitaban, estaban al tanto de nuestras necesidades y constantemente nos llamaban. No pasó lo mismo con los Gobiernos que vinieron después. Y, en los últimos 15 años, directamente fuimos olvidados”, reconoció Gladys. Las medallas y los diplomas se multiplicaron tanto como la melancolía.